En un aguacero reciente, me crucé en la calle inundada, con alguien sin paraguas
que al pasar junto a mí, apresurado, me miró y dijo con resignación “…el
calentamiento global! ”. Me sorprendió la retórica frase, usada por el mojado
transeúnte. Pero sobretodo me impresionó que atribuyera nuestra desgracia
común, de estar en medio del caos por un aguacero repentino, a un fenómeno
global, a un desequilibrio planetario. Fue como si dijera “…¡que le vamos a
hacer!”. Me dejó perplejo que se sintiera en estado de indefección, resignado,
bajo el impacto de algo que fuera inevitable.
En la ciudad del noroeste americano, Eugene, de Oregón, llueve a diario, todo el
año. Tanto es así que allá hay carteles que rezan: “En Oregón sabemos que llegó
el verano, porque la lluvia es caliente”. No obstante, nada ocurre que altere la
cotidianidad y la calidad de servicios públicos, cuando llueve. Las aguas de lluvia
son recogidas en forma eficaz por el alcantarillado y ningún aguacero genera
apagón o damnificados… llueve y la vida sigue. El agua que cae del cielo no es,
allí, como no lo es en cientos de miles de ciudades del planeta, la angustiante
tragedia de consecuencias insospechadas y catástrofes secuenciales, en que se
convierte aquí en Venezuela cualquier “palo de agua”.
La razón es simple y no es meteorológica, ni asociada al “cambio climático”.
Sencillamente aquí, en nuestras ciudades, los organismos públicos no han hecho
bien ni oportunamente, lo que deben hacer.
Debiera y puede ser armónica, la relación de la gente con el agua. Habitamos
un planeta de agua. Alrededor del 70% de su superficie está cubierta de agua.
Los océanos contienen cerca del 96% de este líquido fundamental para la vida.
Pero hay agua también en la atmósfera, en ríos, lagos, cascadas, manantiales o
cataratas que forman las aguas superficiales en tierras firmes. Hay agua en el
subsuelo en pozos o ríos subterráneos; los casquetes polares y glaciares son agua
sólida; la humedad del suelo es agua y los seres vivos somos mayormente ese
preciado elemento…Un ser humano está compuesto de agua, en un 75%.
Saber convivir con el agua en todas sus formas y estados, parece cosa de sentido
común. Más aún si se vive en el trópico o en regiones neo tropicales del planeta,
donde la humedad, las lluvias y las aguas son omnipresentes.
Los humanos dependemos del agua y la ciencia ha producido información
suficiente y necesaria para que no haya conflicto entre el agua y nosotros. Agua y
ciudad son inseparables.
El agua a veces es torrencial; a veces descansa en un lago; en ocasiones transita
en forma de río o cae en cascadas; es lluvia o aguacero, forma pozos o rocío.
Tiene cientos de formas y hasta parece tener memoria. En diversos centros de
investigación se viene estudiando hace rato, lo que llaman “la memoria del agua”
que nos acerca aún más, a la comprensión de ese elemento vital e insustituible.
La lluvia que cae en el país, es parte del agua del planeta; un volumen constante
que desde siempre ha existido en la Tierra. Debemos y podemos adaptarnos
a su presencia y conductas, a veces tormentosa, pero siempre necesaria.
Debemos hacer que los organismos responsables lo sean. Es necesario diseñar,
construir, mantener y renovar nuestros urbanismos y arquitecturas tomando
en consideración la presencia del agua y de las lluvias, sus volúmenes, causes y
recurrencias.
Sin previsiones ni mantenimiento los alcantarillados y quebradas que drenan
la ciudad no ayudan a la necesaria armonía entre el agua y los ciudadanos.
El desorden y la anarquía en la ocupación de espacios urbanos contribuyen al
trágico desenlace de las lluvias. La desaparición de la vegetación urbana, la
ausencia de forrajes vegetales y la tala de los árboles de la ciudad aumenta la
fuerza destructiva de un aguacero. Los cableados aéreos del servicio eléctrico y su
precariedad y obsolescencia de equipos hacen colapsar el servicio en cada lluvia.
Pero el agua se lleva las culpas del trágico desenlace de un aguacero, cuando es
la ineficiencia de organismos públicos y la irresponsable conducta de algunos
ciudadanos, lo que genera el caos cuando llueve.
Para colmo, nuestra contaminación degrada las condiciones naturales del
agua del planeta y hasta provocamos que haya lluvias ácidas que caen sobre
nuestra ropa o paraguas. Esa agua tiene un pH de menos de 5 porque se ha
contaminado, mezclándose con óxidos de nitrógeno y dióxido de azufre que
emanan de industrias, fábricas, o centrales eléctricas que queman carbón,
y de nuestros propios carros, motos, autobuses y otros vehículos que usan
derivados del petróleo u otros combustibles fósiles. Un ciclo en que las sustancias
contaminantes que lanzamos a la atmosfera, regresan a nosotros en el agua de
lluvia.
Ácido sulfúrico y ácidos nítricos y otras sustancias químicas, seguramente
nos caen encima en los chaparrones de estos días, pero también en el agua que
forma rocío, en la lluvia serena, el granizo, y hasta en la nieve, donde cae nieve.
Cuando el agua de lluvia, contiene ácidos contaminantes, provoca deterioro
grave a infraestructuras y afecta la calidad de ecosistemas naturales. La lluvia
ácida daña la vegetación y la hace vulnerable a plagas. Contamina los suelos,
empobreciéndolos. La lluvia ácida es corrosiva y degrada dramáticamente
edificaciones, mobiliario urbano y arte público, estatuaria y otros elementos de
infraestructura. El patrimonio construido sufre y la naturaleza se resiente, cuando
el agua es contaminada.
Al bloquearle sus cauces el agua ha hecho estragos en nuestras vidas e
infraestructuras. La tragedia de Vargas es la más amarga y costosa experiencia en
ese sentido. Al contaminarla hemos reducido fuente de alimento y recreación;
como elocuentemente lo expresa la situación de los lagos de Valencia y
Maracaibo.
Al no tomarla en cuenta, con sabia previsión y respeto a su impetuosa
fuerza, el agua inunda las ciudades, desborda alcantarillas, arrasa con todo, en
cada lluvia torrencial, en cada aguacero.
No culpen al agua ni a la lluvia. Y mucho menos atribuyan a un fenómeno
planetario como es el “calentamiento global”, que las calles sean ríos cada vez
que una lluvia caiga sobre nosotros. No hemos hecho bien nuestra tarea.
Al agua la represamos, la sacamos de sus cursos, construimos en los lechos de sus
cauces naturales, la contaminamos, la volvemos ácida, no le hacemos alcantarillas
ni drenajes suficientes para su recorrido; tapamos las quebradas con basura…y
luego la culpamos de cada catástrofe que nos ocurre cuando llueve.
Ojalá la memoria del Agua no sea buena.
Sergio Antillano A.
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